¿En qué se parecen la chatarra tirada a la intemperie y los seres humanos? Si su primer impulso fue decir que en nada, piense otra vez. Tanto los clavos viejos como las personas tenemos cuando menos algo en común: ambos, con el paso del tiempo, nos vamos oxidando.
Efectivamente, no hace falta ser de hierro para oxidarse. De hecho, como parte de las reacciones químicas naturales de nuestro organismo, constantemente estamos produciendo unas sustancias llamadas radicales libres, o especies reactivas del oxígeno (mejor conocidas como ROS por sus siglas en inglés), cuyo efecto a largo plazo es la oxidación paulatina de nuestras células.
Pero no vaya a pensar, estimado lector, que podemos contrarrestar los malestares producidos por la oxidación nada más echando unas gotitas de aceite lubricante en nuestras articulaciones, como lo hacía el hombre de hojalata del Mago de Oz. Ojalá fuera tan sencillo. En realidad, el daño causado por la oxidación es responsable en gran medida del envejecimiento y está relacionado con enfermedades tales como el cáncer, las lesiones en el hígado y riñones, la aterosclerosis y la artritis reumatoide, entre muchas otras.
Por si esto no fuera suficientemente desalentador, además de los radicales libres que produce nuestro organismo, estamos expuestos todos los días a fuentes externas de sustancias oxidantes. Cada vez que comemos cosas fritas –digamos por ejemplo unas suculentas garnachas–, lo que estamos consumiendo es una importante cantidad de radicales libres producidos por la ruptura de los ácidos grasos del aceite hirviendo.
Y de los radicales libres que aspiramos junto con la contaminación o el humo del cigarrillo mejor ni hablamos.
Pero, ¿qué son en sí estos dichosos radicales libres? Tomemos como ejemplo típico a los radicales alcoxi, que se cuentan entre los más dañinos para el ser humano. Los radicales alcoxi no son más que moléculas que tienen uno o más átomos de oxígeno a los cuales les faltan electrones. El problema es que el oxígeno tiene unas ganas inmensas de tener sus electrones completos, por lo que se los “roba” a otras moléculas, que a su vez se transforman en radicales libres y le quitan electrones a otras sustancias que se convierten en radicales libres, que... Bueno, ya entendió la idea, ¿no? Es un poco como los vampiros de las películas, que cuando muerden a su víctima la transforman en un vampiro que comienza a buscar más víctimas para morder. En su búsqueda por recuperar sus electrones, los radicales libres van desencadenado reacciones químicas que dañan a nuestras células.
Afortunadamente, a lo largo de millones de años de evolución nuestro organismo ha ido desarrollando defensas en contra de la oxidación producida por los radicales libres. De la misma forma que nuestro metabolismo normal los produce , también fabrica sustancias antioxidantes que contrarrestan sus efectos. Y si con nuestros antioxidantes naturales no es suficiente, siempre podemos darle una ayudadita a nuestro cuerpo consumiendo antioxidantes como la vitamina A o el licopeno (la sustancia que le da el color rojo a los jitomates y a la papaya). Además de los antioxidantes que ya mencionamos, existe una gran cantidad de alimentos que contienen sustancias que nos permiten disminuir los efectos nocivos de los radicales libres, como por ejemplo el aceite de oliva, el vino tinto y la mayoría de las verduras.
Por cierto que un grupo de organismos –muchos de ellos comestibles– con un gran potencial de producción de antioxidantes son los hongos. Un proyecto de investigación dirigido por el doctor Ángel Trigos Landa, del Laboratorio de Alta Tecnología de Xalapa (LATEX), en el que tengo el honor de participar, consiste en el estudio de las sustancias útiles elaboradas por diversos tipos de hongos; en dicho proyecto hemos podido identificar distintos compuestos con capacidades antioxidantes que en un futuro próximo podrían formar parte de nuestro arsenal de antirradicales libres.
Lo más curioso del caso es que todas las sustancias que evitan que nos oxidemos lo hacen precisamente oxidándose ellas mismas; es decir, que al “regalarle” a los radicales libres los electrones que les hacen falta, interrumpen la cadena de producción de nuevos radicales libres.
Así, si mantenemos un equilibrio entre éstos y las sustancias antioxidantes (ya sean propias o consumidas junto con los alimentos), podremos reducir muchas de las consecuencias negativas de la oxidación. Obviamente, esto no quiere decir que vamos a dejar de hacernos viejos, pero sin duda nuestra calidad de vida mejorará notablemente.
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